Arquitectura

El misterio del atractivo de una obra arquitectónica nos conecta con algo absolutamente insólito y extraño para nosotros; nos aleja de nuestro  hábitat familiar y nos conduce directamente a la percepción instintiva de lo que está más allá del límite de nuestro conocimiento. Si la música nos abre la puerta a percibir el telón de fondo temporal que nos contiene, la arquitectura nos  arrastra a la experimentación del espacio: tiempo y espacio (o mejor espaciotiempo) son los ingredientes siempre presentes en el trasfondo de nuestra efímera existencia y, a través de ellos, conectamos con lo más profundo que nos abarca.



La naturaleza es arquitectura en bruto

Desde que nacemos hasta que morimos nuestra existencia concreta está circunscrita a un espacio en el que nos movemos y vivimos. En ocasiones ese espacio es pura naturaleza, como este paisaje, o a menudo es modificado por el ser humano, como sería el caso del hogar en que nos refugiamos cada día.

En los primeros momentos de nuestra especie, hace ya muchos miles de años, la naturaleza era el único y vasto lugar en el que estábamos confinados: desde el suelo, con sus rocas, tierra, árboles, lagos, ríos o mar, hasta  el cielo, azul, nublado o estrellado, nosotros íbamos por ahí como el resto de especies vivas que compartían ese hábitat con nosotros. La naturaleza abierta y ancha era el espacio en el que nuestros antepasados consumían el tiempo de su existencia. Y esto fue así a lo largo de la mayor parte de la historia de nuestra especie. Durante toda esta dilatada época lo único que hacíamos era adaptar la naturaleza a algunas de nuestras necesidades, de la misma manera que un pájaro construye un nido o un oso utiliza una caverna para dormir. Todo cambió cuando hace solamente unos diez mil años, con la eclosión de la agricultura, dimos un salto sustancial en el control del espacio al empezar a construir casas para vivir, templos para creer y palacios para dominar. El cambio en nuestra manera de vivir nos indujo a artificializar el espacio que hasta aquel momento había sino natural. 


La domesticación del espacio

Hubo un momento en nuestra evolución en que aprendimos a domar el espacio para adaptarlo a nuestras necesidades. La naturaleza se desparramaba a nuestro alrededor y necesitábamos tomar una pequeña porción de espacio que nos sirviera de cobijo y nos proporcionara seguridad. Y es así como aquellos primeros homínidos cazadores y recolectores, pequeños grupos de nómadas en busca de sustento y de supervivencia, comenzaron a construir pequeños refugios, en la mayor parte de las ocasiones frágiles y caducas construcciones hechas con aquello que tenían a mano: ramas, hierbas, pieles, barro… No ha llegado hasta nosotros ninguna de estas antiguas construcciones, pero con toda seguridad que la tecnología no era tan primitiva como pensamos; la combinación de elementos de la naturaleza no solamente permitía protegerse del frío, del calor o de la lluvia sino que su funcionalidad iba mucho más allá: eran lugares en los que se salvaguardaba el descanso nocturno y diurno, la protección de depredadores y de otros animales (se han encontrado antiquísimos lechos con una base de cenizas y de vegetales repelentes de insectos) y también la intimidad.

Esta arquitectura primitiva es la que se ha desarrollado a lo largo de casi toda nuestra existencia como especie humana. Si tomáramos como referencia un periodo de unos 200000 años, la mayor parte de este tiempo hemos vivido en estas condiciones; toda la arquitectura del último cortísimo periodo, desde que hace 10000 años descubrimos la agricultura, echa raíces en aquel control del espacio que cultivamos a lo largo de muchísimos miles de años para adaptarlo a nuestra existencia.

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